La Sirenita

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La Sirenita

La Sirenita


Hace mucho tiempo en las profundidades del mar, cerca del más bello arrecife de coral, vivía el misterioso pueblo del mar: un pueblo noble y pacífico de gran cultura.
La gente del mar era muy parecida a nosotros los humanos, la única diferencia es que, en lugar de piernas, tenían unas aletas hermosas y coloridas que les permitían nadar rápidamente.

Sus vidas transcurrían en torno al majestuoso palacio del Rey Tritón, un líder muy sabio, respetado y amado por sus súbditos. El rey tenía seis hermosas hijas, todas sirenas: las primeras cinco eran felices de vivir en el mar y pasaban el día nadando y disfrutando del paisaje marino, mientras que la más joven, la princesa Ariel, quería conocer el mundo de los humanos.

¡Para la gente del mar, los humanos eran un gran misterio!

Ninguno de los habitantes del reino marino podía entender cómo los humanos eran capaces de sostenerse sobre sus piernas y vivir fuera del agua. Como todos los misterios, también despertaron curiosidad y admiración, especialmente entre los jóvenes habitantes de las profundidades marinas. La ley del Rey Tritón permitía solo una vez en la vida satisfacer la curiosidad por los humanos.
El día del 18.º cumpleaños, los jóvenes habitantes del mar podían subir a la superficie y conocer el mundo fuera del agua y, por fin, había llegado el momento mágico para la hija menor del rey.

Ariel había escuchado con inquietud las historias de sus hermanas: la mayor había asistido a una fiesta junto al mar, la segunda había visto a dos jóvenes casándose en un barco, la tercera había escalado en medio de témpanos de hielo y animales rarísimos como focas y pingüinos, la cuarta hermana había visitado los países del este y la quinta, un poco mayor que Ariel, había visitado las costas habitadas por animales salvajes.

Finalmente, había llegado su turno…

La sirena se dirigió a una pequeña ciudad pesquera. Allí había cientos de personas que compraban y vendían cosas de todo tipo en la larga pasarela que atravesaba el puerto. Había cientos de puestos apelotonados uno sobre otro con unas telas que servían de tejado de vivos colores que se movían al son de la brisa marina… El sol era intenso y había un murmullo generalizado, casi monótono, que solo se veía alterado por el ocasional ruido de las gaviotas.

Ariel estaba atónita, viendo con asombro cada detalle, tratando de no sacar mucho la cabeza del agua. De pronto, un suntuoso barco pasó junto a ella, obligándola a hundir la cabeza dentro del agua por la gigantesca ola que había creado al pasar a su lado. Ariel dio unas volteretas bajo el agua enganchada por un remolino, pero pudo zafarse gracias a su habilidad para nadar.

Algo mareada y con el susto en el cuerpo, sacó de nuevo la cabeza y vio el barco alejarse del puerto. Sobre él, estaba el príncipe de ese país que se asomaba mirando al infinito y pensó que era el joven más bello que había visto en su vida. Decidió seguir al barco nadando detrás de él y así estuvo durante horas, hasta que salieron a mar abierto.

De repente, se desató un vendaval espantoso moviendo las velas del barco y, con ellas, unas cuerdas del tamaño del tronco de un árbol que engancharon al príncipe, golpeándolo en la cabeza con las poleas. El muchacho cayó inconsciente por la borda directamente al agua sin que, aparentemente, nadie de la tripulación se diera cuenta de lo ocurrido.

Ariel no dudó un instante y se sumergió en el agua para tratar de agarrarle, pero pesaba mucho más que ella y, poco a poco, se iba hundiendo ella también. Al fin logró sacarlo a flote, haciendo un gran esfuerzo. ¡Como pesaba ese humano bajo el agua!

Como Ariel estaba cansadísima por haber tenido que bucear tanto para sacar al príncipe, decidió arrastrarlo hasta una pequeña isla que había a unas cuantas brazas de donde ellos estaban. Era un sitio desde el que se podían ver pasar muchos barcos. Ella acudía allí de vez en cuando para estar a solas con sus pensamientos y poder ver a los humanos desde lejos, así que pensó que sería un buen lugar para hablar con el príncipe.

Cuando llegaron a la isla, Ariel pasó un buen rato mirando a ese humano de pelo oscuro y gran espalda. Sin darse cuenta, se estaba enamorando de él.

Pero sabía que una sirenita no podía amar a un humano…

Conocía las estrictas leyes en su mundo. Y además… ¡Su padre era el Rey Tritón! Así que, con todo el dolor de su corazón, debía dejar allí al príncipe y no volver a verlo jamás. Le abrazó con fuerza y notó que su pecho se movía. Después, empezó a hacer ruidos raros y a abrir la boca como un pez fuera del agua y, acto seguido, el príncipe se incorporó y echó por su boca dos litros de agua, mientras trataba de respirar y hacía ruidos extraños como si el aire que respiraba le estuviera haciendo daño.

Asustada, Ariel se tiró de cabeza al agua y nadó y nadó hasta volver a su reino.

Pasaron los días y la sirenita estaba cada vez más triste, quería volver a ver a su peculiar príncipe a cualquier precio.

En las profundidades de un abismo había una bruja, temida por todos, pero que se decía que era capaz de hacer cosas excepcionales. Todo el mundo le tenía miedo, incluso nuestra Sirenita que estaba convencida de que aquella bruja era la única que podía ayudarle.

Así que se fue al abismo, pasando entre medusas, pulpos, serpientes y otros monstruos marinos que protegían la cueva de la hechicera.

La bruja la escuchó y cuando Ariel llegó donde estaba ella, se hizo un silencio. Sus ojos amarillos se clavaron en los de Ariel antes de decirle con una desagradable y áspera voz:

– Tú sabes que las criaturas del mar no podemos amar a un humano, excepto a costa de inmensos sacrificios. Puedo hacerte una pócima mágica, pero tendrás que darme tu voz a cambio. Debes saber que si tu príncipe no siente lo mismo por ti, no sobrevivirás fuera del agua y te derretirás como la nieve. Tú decides si tomarla o no.

La Sirenita aceptó: perdió la voz inmediatamente y salió a la superficie con el filtro mágico de la bruja en la mano. Nadó hasta la playa donde había dejado al príncipe, bebió el brebaje mágico que la bruja le había dado y, después de un fuerte mareo, se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, su cola de pez se había convertido en dos hermosas piernas. Tambaleándose, Ariel se puso de pie, pero a cada paso que trataba dar, se caía al suelo. Todavía no estaba acostumbrada a usar «sus nuevas piernas». Mientras tanto, el príncipe caminaba por la playa esperando encontrar a la persona que lo había salvado cuando, de repente, la vio y quedó inmediatamente enamorado.

La Sirenita ya no podía hablar, así que no sabía cómo iba a poder conquistar el amor del príncipe. De todas formas, cuando se vieron por primera vez, entendió que no haría falta decir mucho. Ambos se fundieron en un largo abrazo y el príncipe la dio las gracias por haberle rescatado.

Juntos hicieron una enorme hoguera con troncos viejos. En unas horas el humo negro llegaba hasta lo más alto. Sabían que esa señal se vería desde la costa.

Por la noche, un barco con las banderas de la realeza se aproximó a la orilla. Los soldados de la guardia real estaban atónitos, mientras desembarcaban en la isla para ayudar al príncipe y a Ariel a subir al barco. No podían cerrar la boca del asombro, puede que por la belleza de Ariel o por lo increíble de ver de nuevo a su príncipe con vida tras haber desaparecido en medio del mar.

El príncipe la llevó al palacio y le mostró todas las maravillas de su reino. Pasaban el día juntos, él hablaba y hablaba sin parar; sin embargo, ella solo reía sin poder hacer un solo sonido.

Un día, el príncipe estaba discutiendo con su padre el rey. Las voces retumbaban por todo el castillo. Ariel no sabía qué pasaba y se asomó para ver la planta principal. En la mesa del comedor estaba el anciano rey y de pie, frente a él, el príncipe enfurecido gritaba:

– Pero padre, ¡no quiero casarme! Estoy enamorado de la chica que me ayudó aquel día en que tuve el naufragio. ¡Solo la amo a ella! ¡Si me caso, será con ella, no con alguien que no conozco!

La Sirenita le escuchó entre asustada y feliz de oír esas palabras.

Entonces, llegó el día en que la hija de un rey vecino vino a comprometerse con el príncipe. Habían tratado de evitar la boda por todos los medios, pero nada había funcionado. El rey decía que se debía casar con una princesa y no con una desconocida. Los dos enamorados estaban desesperados.

¡Sabían que estaba todo perdido!

Hubo grandes celebraciones por el compromiso en un espléndido barco que atracaron en el puerto y decoraron con todo tipo de abalorios.

La Sirenita había sido invitada a la boda, pero estaba tan triste que solo podía mirar el mar, sabiendo que en unas horas volvería a sumergirse en él para siempre. De repente, vio a sus hermanas saliendo de entre las olas. Había algo distinto en ellas, se habían cortado el pelo.

– Hablamos con la bruja- dijeron-. Nos ha cambiado nuestro pelo por tu voz. Tan solo tienes que pronunciar las palabras exactas a la persona exacta. Si él las oye, volverás a hablar y conservarás tu aspecto humano. Si no, tendrás que volver al mar de inmediato, antes de que te conviertas en espuma.

Ante la atónita mirada de todos los invitados, que estaban alucinando viendo a las sirenas merodear por las aguas, Ariel buscó a su príncipe que esperaba sentado con cara de aburrimiento a que la ceremonia empezara.

Ariel no lo dudó, se abalanzó sobre él y le dijo al oído: -Te quiero.

Algo debió ocurrir entonces porque todo el mundo dijo un largo «¡ohhhhhhhhhhh!» y Ariel comenzó a brillar con mayor intensidad que la luna. Ambos se fundieron en un abrazo y se hizo el silencio.


La futura princesa, con la que se iba a casar el príncipe, y que tampoco quería casarse, aprovechó la confusión para escapar en su carruaje. Todo ocurrió muy rápido, pero hay quien dice que un enorme ser (mitad hombre, mitad pez) apareció de entre las aguas con una brillante corona y un reluciente tridente. Era el Rey Tritón.

Ahora, los dos reyes estaban obligados a entenderse: sus hijos iban a casarse y daba igual lo que ellos pensaran. Así que decidieron dar la bendición y aceptar lo que ellos querían.

Se celebró una gran boda, peculiar cuanto menos, en la que acudieron invitados de todo el reino (humano y submarino) y los dos príncipes pudieron vivir tranquilos y felices para siempre.

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